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La invención de sí mismo

  • por Alexis Castro
  • 12 may 2016
  • 7 Min. de lectura

«Sé el artista de tu propia vida.»

—Anónimo

¿Qué es una flor? —preguntó un niño de cuatro primaveras. ¿Cuál es la esencia de una flor? —preguntó otro niño con toda curiosidad—. ¿Qué hace que una flor sea una flor?


Lo que hace que una flor sea una flor, es su esencia —respondió el maestro con toda ambigüedad—. Y esta [la esencia] es el substrato que permanece en el interior de la flor.


Tras escuchar estas palabras, una hermosa niña salió corriendo del aula y se dirigió hacia el jardín de la escuela. Ansiosa por desvelar la esencia de la flor, arrancó uno a uno los pétalos de dicha planta. Al desnudar la planta por completo, se llevó la desilusionada sorpresa de que en el interior de la flor no había nada.

La genealogía del yo


Este relato critica de un modo sutil la visión clásica del esencialismo. En términos generales, el esencialismo postula que en todo ente hay una esencia que permanece a pesar de los accidentes o transformaciones que cada ente sufre. Por ejemplo, ¿qué hace que yo sea el mismo a pesar de los cambios físico-biológicos que padezco? Según esta concepción tradicional, lo que hace que yo siga siendo el mismo a pesar de mis transformaciones morfológicas, es el alma. Entendido de esta manera, el alma es la esencia del hombre. El alma es el substrato que permanece a través del espacio-tiempo. No solo el alma permanece a través del espacio-tiempo, sino que el alma es una substancia aparte del cuerpo. El alma es a priori y a posteriori al cuerpo; se relaciona con este, pero no depende de este. De hecho, según esta perspectiva, el cuerpo es una condena para el alma. El cuerpo es la cárcel del alma —dirá Platón siguiendo a los pitagóricos. Esta postura la retomará el cristianismo con san Pablo y luego con san Agustín.


En la Modernidad, esta psicovisión platónica-cristiana del alma se transfigurará en la dicotomía cartesiana. René Descartes distinguió la res cogitans [la cosa que piensa] de la res extensa [la cosa extensa o material]. Con esta distinción, Descartes subordinó la cosa extensa [es decir, el cuerpo] a la cosa que piensa [el yo]. Así, el yo se convirtió en el fundamento epistemológico del mundo. Y no solo eso, sino que el yo ahora ha sido cosificado. El yo es una cosa, y una cosa que piensa. El yo no solamente es el arché [principio] constitutivo del mundo exterior, sino que también es sujeto y objeto de sus propios estados mentales. Pero al igual que en la concepción griega y romana, aquí el yo sigue siendo concebido como una substancia independiente del cuerpo. En ambas postulaciones, sigue habiendo una dualidad ontológica y jerárquica. El alma o sujeto [hypokeimenon] ha pasado a ser el yo. Es como una especie de tautología; se dice lo mismo pero con conceptos diferentes.


No es hasta el siglo XVIII que se da una ruptura con este modo de concebir al yo. Es David Hume quien establece que el yo [o lo que llamamos «yo»] es un haz de percepciones. En la realidad o experiencia no hay tal cosa como «el yo». El «yo» es una idea compuesta que surge a partir de ideas simples; estas ideas simples se abstraen de impresiones que a su vez se originan en la experiencia. Concebido así, el yo es una construcción mental con la que el sujeto o individuo se identifica para darle sentido y continuidad a su ser-tiempo. Pero el hecho de que sea una construcción, no implica que no sea real. Muchos quieren oponerse a la idea del yo como una construcción, porque parece que implica que no es real. Pero es evidente que las construcciones puede ser perfectamente reales [ver The Ego Trick: What Does It Mean To Be You?, de Julian Baggini].


John Searle afirmará que Hume dijo más o menos la última palabra sobre el tema. Searle seguirá la postura de Hume hasta cierto punto, ya que entiende de que hay que postular una noción formal del yo. Pero en ¿qué consiste esta noción formal del yo? La idea de un yo formal acude a la noción de un «yo» [o agente] capaz de actuar libremente y hacerse responsable de sus propias acciones. El complejo de las nociones de acción libre, explicación, responsabilidad y razón, nos da la motivación para postular algo por añadidura a la secuencia de experiencias y el cuerpo en cual estas ocurren [ver Mind: A Brief Introduction, de John Searle].


Las neurociencias también coinciden con David Hume de que no hay tal cosa como un yo que sirva de substrato o de base a los procesos neuro-psicológicos. Se podría decir que el yo es un mito, una ficción, una construcción. Pero en ¿qué sentido? En el sentido de que no es algo tangible. No es que el yo no sea algo real, sino que es solo una construcción abstracta, una ficción del lenguaje, una narrativa, una bio-grafía. El problema radica cuando queremos sustancializar al yo; cuando queremos darle una entidad casi personalizada e independiente a los procesos mentales y corporales. Aunque el yo emana de la mente y la mente del cerebro, el yo no pertenece al ámbito del organismo, sino al ámbito del cuerpo, es decir, al ámbito de la cultura y del lenguaje.

En esta genealogía del yo, habría que sumar la concepción oriental-budista. En el budismo se habla de «anátman» [no-yo]. Este término puede ser traducido como insubstancialidad, ausencia de un alma o existencia intrínseca. Si todo cambia —como postulaba el Buda y Heráclito— no puede haber una entidad permanente en el ser. Pero habría que señalar que el anátman no implica la extinción de la persona, sino la inexistencia de una esencia, alma o substancia intrínseca al individuo. Por lo tanto, al igual que en Hume, el yo es una idea convencional ineludible para poder operar en la vida cotidiana, pero que carece de un referente real.

El yo y el sí mismo

¿Es lo mismo hablar del yo que del sí-mismo? La conjunción «y» nos debe dar una pista. Rodolfo Llinás [médico neurofisiológico] no hace tal distinción. En su libro I of the Vortex, dice: «El yo ha sido siempre la sublime incógnita; yo creo, yo digo, yo... lo que sea. Pero debe entenderse, obviamente, que el yo no es algo tangible. Es tan solo un estado mental particular, una entidad abstracta generada, a la cual llamamos el “yo” o el “sí mismo”». Aquí podemos ver que el yo es equivalente al sí-mismo. No hay tal separación de lo uno con lo otro o de lo otro con lo uno. Pero Francisco José Ramos, entre otros autores, entienden que es necesario hacer la distinción. Para hacer tal distinción sería conveniente definir ambas nociones. ¿Qué es el yo y qué es el sí-mismo? El yo, según Ramos, es una construcción mental tan necesaria e ineludible como ficticia e insubstancial. El yo es un efecto colateral de los actos de consciencia, ligado a la ilusión de permanencia y al apego o adherencia de los componentes psicofísicos. En cuanto al sí-mismo, este alude a lo que en inglés se conoce como el self. El self es el carácter subjetivo de todo individuo; lo particular o singular de cada sujeto [el-cada-uno]. Se podría afirmar que el sí-mismo tiene que ver con la mismidad; y la mismidad con aquello que hace del sí el sí. Por lo tanto, no podemos confundir el «yo» con el «sí-mismo». Por otra parte, y después de haber hecho esta distinción, ¿cómo se puede llevar a cabo la invención de ese sí que es idéntico con-sigo mismo?

La invención de sí mismo

Francisco José Ramos nos dirá que la invención de sí-mismo es el recurso espontáneo del organismo humano que genera la idea del yo a través de la vivencia y experiencia del cuerpo y de su elaboración en la estructura neuronal del cerebro. Todo ello se realiza o se lleva a cabo en base a la singularidad de una determinada fuerza vital que momento a momento se actualiza y se auto-regula. En otras palabras, la invención de sí mismo, a parte de ser una artesanía del individuo, es aquello por lo cual la individualidad aparece en el proceso de reconocimiento o identificación de un yo que piensa. Este yo que piensa es una invención del propio pensamiento cuya mismidad acaece hipostasiada como res cogitans. La invención de sí mismo —postulará Ramos— no es un capricho de la imaginación o del intelecto, sino que es una marca indeleble inscrita en la crónica auspiciosa de nuestra animalidad hablante y deseante [ver Estética del pensamiento III: La invención de sí mismo, de Francisco José Ramos].

El ethos de la invención de sí mismo

La invención de sí mismo también tiene una dimensión ética. Es decir, la invención de sí implica un cuidado de sí [epimeleia heautou], un gobierno de sí [autarquía] y una conquista de sí. Esta conquista o búsqueda de sí consiste en el desprendimiento de la actividad mental [el desatarse de las cadenas del ego], la atención de lo que hay [es decir, del aquí y el ahora] y la ataraxia del alma [«ausencia de turbación»]. Llega a ser lo que eres —dirá Píndaro. Pero aquí de lo que se trata es de llegar a ser lo que aún no se es, ya que no hay nada a priori [excepto la aseidad de lo real]. En la invención de sí mismo, como bien dice el título, es una invención, una construcción, una creación. La invención de sí mismo siempre es un camino por re-correr, un edificio por re-construir, una obra de arte por re-crear.

La vida como una obra de arte


Sé el escultor de tu propia estatua, es decir, de tu propia vida. Como dijo Plotino: «Regresa a ti mismo y mira: si aún no te ves bello, haz como el escultor de una estatua que debe llegar a ser hermosa: quita, raspa, pule y limpia, hasta que hagas aparecer un bello rostro en la estatua. También retira todo lo superfluo, endereza todo lo que sea tortuoso, limpia todo lo que esté oscuro, abrillántala y no ceses de esculpir tu propia estatua hasta que aparezca en ti el divino esplendor de la virtud. Hasta que veas la sabiduría en pie sobre su sagrado pedestal. ¿Has llegado a esto? ¿Has visto esto?». En otras palabras, de lo que se trata es de convertir a la zoe [la vida desnuda] en bíos [en una forma de vida, en una estética de la existencia]. Esta estética de la existencia se lleva a cabo a través de una estética del pensamiento, que conduce a una recta contemplación, a una recta acción, a una recta intención, a una recta forma de vida, a un recto esfuerzo, a una recta concentración, a una recta palabra y a una recta compresión [El Noble Camino Óctuple]. En la tradición budista esto se logra a través de un cultivo de la mente [bhavana], que lleva —paradójicamente— a la experiencia de «olvidarse a sí-mismo» y a la extinción [nirvana] del aferramiento [apego o deseo] y del sufrimiento. Una vez alcanzado esto, la vida se convierte en una sublime danza que se desplaza al compás de la música de la existencia y que es digna de ser bailada un sinnúmero infinito de veces.


 
 
 

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