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Equivalencia y diferencia

  • por Alexis Castro
  • 21 may 2016
  • 6 Min. de lectura

«Para que dos términos sean equivalentes deben ser diferentes [de lo contrario se trataría de una simple identidad].»

—Ernesto Laclau

En el programa televisivo Puerto Cultura de Jorge Coscia, Ernesto Laclau [teórico político argentino], para explicar el concepto de significante vacío, da el siguiente ejemplo: Supongamos que en una localidad, hay un grupo de vecinos que pide a la municipalidad que se cree una línea de ómnibus [autobús], para llevarlos desde el lugar donde ellos están viviendo, al lugar donde ellos trabajan. Si la municipalidad acepta la propuesta, no hay problema; pero si no la acepta, ahí hay una demanda frustrada. Y si esa gente que tiene esa demanda frustrada, ve que hay otras demandas que también son frustradas, entre todas estas demandas empieza a construirse una cadena de equivalencias. En cierto momento, una demanda empieza a adquirir una centralidad. Ahora, cuanto más centrales son [las demandas], menos relación guardan con la demanda original, porque empiezan a ser las demandas de una colectividad en su conjunto. Y entonces, en ese momento, esas demandas particulares pasan a ser hegemónicas; y al pasar a ser hegemónicas tienen que ser también vacías [en el sentido de que tienen que referirse a la totalidad de la cadena de demandas y no a la demanda inicial que la había generado. Entonces, ahí es que surge el problema del significante vacío.


Para seguir aclarando el concepto de significante vacío, Laclau acude a las nociones aristotélicas de extensión e intención. La extensionalidad tiene que ver con la cantidad [número] de elementos que caen bajo un cierto significante; y la intencionalidad con el contenido [propiedades y cualidades] de un significante. Por ejemplo, la intención del concepto «mesa» sería la definición que se encuentra en el diccionario: Mueble compuesto de un tablero horizontal liso y sostenido a la altura conveniente, generalmente por una o varias patas, para diferentes usos, como escribir, comer, etcétera. Y la extensión del concepto «mesa» sería todos los objetos en el mundo que coinciden con esta descripción, es decir, todas las mesas que hay. La dinámica básica es: entre mayor la intensión, o sea, entre más específica la definición, menor la extensión, es decir, menos individuos a los que el concepto se aplica. Y a la inversa, entre mayor la extensión, menor o más concisa la intensión. Por ende, el significante vacío, desde el punto de vista extensional, está más lleno [paradójicamente]; y su saturación se debe a la cantidad de demandas que lo componen. Desde el punto de vista intencional, el significante vacío —como bien dice el adjetivo— está «vacío», ya que tiene que vaciarse de su propio contenido para poder llenarse de las otras demandas de la cadena equivalencial y, de esta forma, representarlas bajo un mismo nombre.

Equivalencia y diferencia


¿Cómo podemos conectar el significante vacío con la equivalencia y la diferencia? El significante vacío juega un papel de representación. La representación, al igual que el símbolo, siempre remite a un algo. Para que esa representación sea una representación genuina, la representación no puede ser autorreferencial. Es decir, la representación siempre representa a un otro. Y lo otro, o sea, la diferencia adquiere representación a través de una cadena de equivalencias. De esta manera podemos relacionar el significante vacío [representación] con la equivalencia y la diferencia.


Por otra parte, entre equivalencia y diferencia hay una relación de mutua dependencia. Para que haya equivalencia tiene que haber diferencia, y para que la diferencia pueda ser agrupada en un algo idéntico [la cadena], necesita de la equivalencia. A pesar de esta relación de mutua dependencia, hay que tener presente que la diferencia es condición de posibilidad de la equivalencia, y no a la inversa [entendiendo a la equivalencia como lo idéntico consigo mismo {A = A}]. En contraste con esta visión clásica de la identidad, lo que hay en última instancia son diferencias. En la lengua no hay más que diferencias —dirá Ferdinand De Saussure. En nuestro contexto podríamos decir: En la sociedad no hay más que diferencias.


¿Qué es lo que queremos decir con todo esto? Digámoslo de otra manera. Las diferencias necesitan y no necesitan a la equivalencia. No la necesitan para ser [en su sentido positivo], ya que en última instancia lo que hay en la sociedad son diferencias. Si se me permite decir, las diferencias son a priori [previas a] la equivalencia. De hecho, las diferencias son reales y la equivalencia es ficticia [construida, articulada]. Algunos podrán decir que las diferencias también son articuladas [y sí, es cierto, aunque en otro sentido]; pero no voy a entrar aquí en ese asunto. Solo he hecho esta distinción para beneficio de mi argumento. Por lo tanto, en el único sentido que las diferencias depende de la equivalencia es para adquirir su ser negativo. ¿Qué queremos decir con «negativo»? Las diferencias adquieren su ser negativo en la equivalencia, ya que en esta, las diferencias pierden su especificidad, su otredad, su diferencia pura, su identidad positiva. En esto consiste su ser negativo. Al unirse o igualarse con otras demandas, las diferencias se contaminan. Aquí es donde se juega la tensión entre equivalencia y diferencia. Pero esto lo vamos a discutir más adelante.

El Árbol de Porfirio

Una imagen que podríamos utilizar para explicar la relación entre equivalencia y diferencia, es la imagen del Árbol de Porfirio. El Árbol de Porfirio es una taxonomía de las substancias o categorías de los entes. Este árbol taxonómico se divide, en parte, en géneros [equivalencias] y diferencias [demandas]. Los géneros están representados por el tronco y las diferencias por las ramas. El tronco, al igual que la equivalencia, es lo que mantienen unidas a las ramas [diferencias, demandas] bajo una misma entidad. Este ejemplo no es muy bueno del todo, ya que aquí la condición de posibilidad de las ramas es el tronco; y arriba dijimos que las diferencias [ramas] eran la condición de posibilidad de la equivalencia [tronco]. Pero dejemos el tronco y las ramas a un lado y pasemos a la tensión que hay entre equivalencia y diferencia.

La tensión entre equivalencia y diferencia

En La razón populista, Ernesto Laclau afirmará que para cualquier demanda [diferencia] democrática, su inscripción dentro de una cadena equivalencial constituye un arma de doble filo. Por una parte, esa inscripción le brinda una corporeidad, pero por otra deja de ser una ocurrencia efímera y se convierte en un conjunto discursivo-institucional. Es decir, las diferencias se anulan en la medida en que se las utiliza para expresar algo idéntico que subyace a todas ellas. A veces, por ser generoso, esta anulación de las diferencias se aprovecha para hablar en nombre de las demandas más privilegiadas. Cuando se dice «en nombre de todos», en realidad se está diciendo «en nombre de unos cuantos». Pero ese es otro tema. En lo anterior a lo dicho, es donde se juega la tensión entre la equivalencia y la diferencia: se gana por un lado pero se pierde por otro. Laclau hace una símil entre las demandas democráticas y los puercoespines de Schopenhauer a los que alude Freud: si están demasiado alejados, sienten frío; si se acercan demasiado con el fin de calentarse, se lastiman con sus púas [ver La razón populista, segunda parte].


En otras palabras, si las demandas no se unen a otras demandas en una cadena equivalencial junto con un significante vacío que las represente, estas pierden la posibilidad se volverse populares a través de una articulación compartida. Pero si las demandas se acercan demasiado, pierden su especificidad. Es decir, se fusionan en un todo que las devora a todas. Entonces, ¿cómo podemos evitar esta anulación de las diferencias? Pensando en cómo responder a esta pregunta, me vino a mi mente el hermoso pasaje de Khalil Gibran que se encuentra en el libro El profeta. El pasaje dice de la siguiente manera: Canten y bailen juntos. Así, siempre estarán alegres. Pero cada uno de ustedes deberá ser él mismo. Del mismo modo en que las cuerdas de un laúd, aun cuando vibran juntas en un mismo acorde, mantienen cada una su espacio y su tiempo. Por consiguiente, la idea es que nuestras voces canten al unísono pero que cada uno conserve su propia voz. Estas podrán ser palabras muy bonitas, pero estoy consciente de que en lo social y en la política las cosas son más complicadas y caóticas. Pero de esto se trata vivir en sociedad: de cómo mantener la armonía a pesar de todas nuestras diferencias, y de cómo mantener nuestras diferencias en medio del consenso.

Una nota al pie de página

No solo hay que mantener esa distinción entre unos y otros dentro de una cadena de equivalencias, sino que también hay que trazar una línea entre un nosotros/ellos frente al poder hegemónico. Y no permitir que esta línea se desdibuje, ya que el destino del populismo —dirá Laclau— está ligado estrictamente al destino de la frontera política: si esta última desaparece, el «pueblo» como actor histórico se desintegra. En nuestros tiempos la política se ha vuelto menos una cuestión de confrontación entre dos bloques antagónicos y más una cuestión de negociación de demandas diferenciales dentro de un Estado social en expansión. No debemos permitir que el poder hegemónico [el capitalismo neoliberal globalizado] nos haga creer que no hay un afuera de ellos desde donde podamos combatir [en el buen sentido de la palabra] como fuerza contra-hegemónica. Recordemos que lo social está permeado por la negatividad [es decir, por el antagonismo]. Y el antagonismo no admite tertium quid.


 
 
 

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